La ciudad y el modo de transporte que sus habitantes eligen utilizar están intrínsecamente relacionados. Es por ello por lo que, dependiendo del tipo de ciudad (difusa o concentrada, compleja o sectorizada, socialmente estable o no, dotada de gated communities o abierta, etc) y del viario existente, los ciudadanos toman decisiones que, en principio, son las óptimas para ellos, pero no son necesariamente las mejores para el resto de la población.
Si pensamos en los últimos desarrollos de la ciudad de Madrid nos damos cuenta de que se ha hecho un urbanismo pensado para el coche: grandes avenidas con varios carriles por sentido, con poca variedad de usos, con pocos locales, viviendas dispuestas en manzanas cerradas con aparcamientos en los sótanos,… Y, en muchos casos, sin dotación de transporte público o con una dificultad flagrante de acceso al existente (como puede ser el caso del paso desde Las Tablas a la estación de Cercanías de Fuencarral. Aunque en esa zona, están previstos cambios muy importantes, que cambiarán la fisionomía de todo el norte de Madrid).
Pero, en términos históricos, el patrón de movilidad basado en el uso del coche es un modelo muy reciente. A lo largo del último medio siglo, el uso del automóvil se ha generalizado en gran parte de la población europea y se ha introducido de tal manera en nuestras vidas que, para muchos, parece inviable vivir sin él. No dudo de la utilidad del coche en determinados desplazamientos y me parece razonable su uso como parte de un viaje intermodal, pero no me gusta nada la depredación de usos que supone su presencia en la ciudad. Y es que, a cambio, tenemos una ciudad con mucho menos espacio público transitable a pie, menos espacio estancial, mayor accidentalidad, estamos sometidos a unos niveles de contaminación y ruido muy por encima de lo que es saludable y razonable,… Y, por si fuera poco, los atascos además son antieconómicos.
¿Queremos una ciudad donde el coche sea el rey?
El cambio hacia una movilidad urbana basada en el automóvil fue consecuencia de un cambio radical en los patrones de uso del suelo, que provocó la imposibilidad de realizar muchos de los desplazamientos que en una ciudad de escala humana podían hacerse a pie, una mayor dificultad para prestar servicios de transporte público de calidad y, por tanto, un empuje definitivo al uso del coche para cualquier desplazamiento.
La configuración del espacio condiciona la vida en la ciudad y la movilidad. Ahora mismo, el dueño indiscutible del espacio público es el coche. Y esto tiene que cambiar. El mayor valor de la ciudad deben ser los propios ciudadanos y, por ello, hay que plantearse el tipo de ciudad en que queremos vivir y reclamar otra forma de urbanismo: responsable, participativo y sostenible. Y no sólo en la existente, sino también en los desarrollos que vengan en los próximos años [ver el Avance de la revisión del PGOU de Madrid].

Bien es cierto que los procesos de participación pública actuales son claramente insuficientes y a mí me parecen que llamarles “de participación” es algo que les queda aún muy grande porque resultan ser “de información” (y, como mucho, de pataleta, vía alegaciones), porque no se participa realmente ni se consulta a los afectados en todas las fases el proceso sino sólo en determinadas fases, normalmente ya muy avanzadas de los trabajos.
Pero hay formas de pedir otras ciudades. Por ejemplo, mediante la divulgación y la denuncia a través de webs, como este mismo blog, o como ecomovilidad, enbicipormadrid, ciudadesaescalahumana, doblefila, cazavelocidadesmadrid, bicicletasciudadesviajes, nacionrotonda, stupidcity, latramaurbana, observatoriometropolitano, paisajetransversal, etc. También a través de la actividad de plataformas de fomento del transporte público y asociaciones de ciclistas, viandantes, vecinos y ciudadanos en general.
Porque la mejor manera de fomentar que exista la participación es participando y generando la conciencia de que hay que hacer las cosas de otro modo.